Fragmento de "Tambores de Otoño"




  Escuché los tambores mucho antes de poder verlos. Los golpes resonaban en la boca de mi estómago como si yo también estuviera hueca. Las cabezas se volvían y la gente se quedaba en silencio mirando la calle East Bay, que se extendía desde la estructura en construcción de la nueva aduana hasta los jardines de White Point.

  El día era caluroso incluso para Charleston en el mes de junio. Los mejores sitios estaban en el dique, donde el aire circulaba, pero aquí abajo era como cocerse vivo.

  En aquel momento, era morbosamente consciente de los cuellos. Coloqué una mano en el mío y lo recorrí con los dedos. El pulso de mis arterias carótidas latía al mismo ritmo que los tambores y, al respirar, el aire húmedo y caliente obstruía mi garganta, ahogándome. Bajé la mano y respiré pro-fundamente. Fue un error. El hombre que tenía enfrente no se había bañado en meses. También había varios niños, estirándose boquiabiertos para mirar hacia la calle mientras sus padres, ansiosos, los llamaban. La niña más cercana a mí tenía el cuello como la parte blanca de un tallo de hierba, elástico y suculento.

  Se produjo un estremecimiento entre la muchedumbre cuando la procesión de la horca apareció al final de la calle. Los tambores sonaron más fuerte.



Libro 4 - Tambores de Otoño de Diana Gabaldón



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